Réquiem por un suicida
René Avilés Fabila
No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, el suicidio.
Albert Camus
Hace muchos años cayó en mis manos este libro con una portada enigmática, obra del artista mexicano José Luis Cuevas. Ya había leído anteriormente “La canción de Odette” del mismo autor y me había dejado un muy buen sabor de boca. Sin embargo este libro venía precedido de una recomendación de un colega a quien respetaba mucho por sus gustos literarios, así que abordé el texto como un surfista a la ola en ciernes, sin pensarlo mucho. Vaya sorpresa que me llevaría. Leí el libro en dos días solamente y quedé perplejo, no sólo por la habilidad prosística de Avilés, sino por las historias de los escritores suicidas que se relatan y la apología que de esto hace en algunos momentos el autor y que me resonó muchas veces a la sensación que provoca el vértigo que es una mezcla perfectamente igual entre deseo y temor.
René Avilés fue un escritor mexicano contemporáneo de los escritores de “la onda”, llamados así por Margo Glantz a quienes definió como aquellos nacidos entre 1938 y 1951 y cuya literatura se caracterizaba por un lenguaje más abierto y franco, más realista, adolescente y rebelde abordando temas como Vietnam, las drogas y el sexo en un contexto urbano. Los escritores más representativos de este movimiento fueron José Agustín, Gustavo Sainz o Parménides García Saldaña y aunque Avilés nunca se sintió parte de esto, también se le cuenta ahí.
En 1993 entonces René Avilés Fabila publica el libro que tomamos hoy como pretexto para hablar de algunos suicidios de escritores famosos de la historia que consideraron que la vida no merecía la pena ser vivida, respondiendo así al cuestionamiento central de Albert Camus con que inicia su libro “El mito de Sísifo”.
Virginia Woolf, la genial autora de “Las olas” y “El faro” tuvo una vida emocionalmente muy compleja, luchando contra la depresión y las voces internas. Su pluma le garantizará siempre un lugar preponderante en la historia. Virginia eligió una forma muy poética, si me permiten la palabra, de morirse. Una mañana de marzo de 1941, en medio de las peores noticias en la segunda guerra mundial, se sentó a escribir varias cartas de despedida, una de ellas a su esposo Leonard, a quien le puso: “Creo que voy a enloquecer de nuevo y no podemos atravesar otro de esos tiempos terribles, si alguien hubiera podido salvarme, ese tendrías que haber sido tú. Esta vez no me recuperaré”. Luego llenó las bolsas de su abrigo de piedras y caminó hacia el río Ouse. Su cuerpo fue hallado casi un mes después. Aún tenía la carta de despedida a su esposo apretada en uno de sus puños.
Ernest Hemingway, todo un símbolo de la virilidad tenía una fragilidad interna que lo llevó a fin de cuentas a quitarse su vida al igual que había hecho su padre. Su paranoia, depresión y alcoholismo no hicieron sino crecer con el tiempo hasta que llegó el fatídico 02 de julio de 1961, cuando puso el cañon de su escopeta favorita, una Boss calibre 12 en su boca y jaló del gatillo. Su profunda angustia existencial lo llevó a escribir varias obras maestras que lo hicieron merecedor en 1954 del premio Nobel de literatura, entre ellas están “Por quién doblan las campanas”, “Muerte en la tarde” y “Adiós a las armas”. En el bar Floridita de la Habana hay una estatua suya, sentado en la barra bebiendo su inmortal daiquirí. Ernest será siempre recordado por su amor por las letras, los toros, los puros habanos, la cacería y la pesca, las mujeres y paradójicamente su profundo amor a la vida.
Sylvia Plath protagonizó probablemente de todos, el más triste y trágico de los finales a sus 30 años de edad, un 11 de febrero de 1963. Acorralada por una cruel depresión que la perseguía como una densa sombra, exacerbada incluso tras la reciente separación del amor de su vida, el poeta Ted Hughes y la presión del cuidado de sus dos pequeños hijos, decidió tomar la vía rápida de salida. Esa noche Sylvia subió a dejarles un poco de pan y un vaso de leche a sus pequeños hijos a los cuales había dormido entonando una vieja canción de cuna. Bajó a la cocina y encintó todas las posibles salidas de aire en puertas y ventanas, encendió el horno de la estufa y metió allí la cabeza. Su legado literario le sobrevivió a través de la novela la campana de cristal y algunos poemarios que merecen la pena leerse.
Según la OMS (organización mundial de la salud) hay 800,000 suicidios al año, uno cada 40 segundos pese a que prácticamente todas las religiones del mundo lo condenan, con contadas excepciones de forma y fondo. El mismo San Agustín escribió que el quinto mandamiento incluía también el no matarse a sí mismo. Tan antigua y común es esta práctica que incluso los Mayas tenían una diosa del suicidio por ahorcamiento: Ixtab, cuyo nombre significa literalmente “mujer de la cuerda”. Por otro lado uno de los peores lugares del infierno de Dante, mencionado en su canto XIII, está reservado para los violentos contra sí mismos, los suicidas, quienes son transformados para la eternidad en nudosos árboles donde hacen su nido las arpías.
Toda elección es un rechazo. En su libro, Avilés apenas menciona a escritores suicidas de la talla de Stefan Zweig, quien bebió una sobredosis mortal de barbitúricos junto a su esposa, ambos recostados en su cama y vestidos de gala, él con su corbata perfectamente anudada, ella con un elegante kimono y sin ropa interior. Estaban abrazados. Quizá esperaban ser recibidos del otro lado con bocadillos y orquesta. O a Maiakovski, el poeta que se suicidó por no gustarle el rumbo que tomaba la revolución rusa con el disparo de su pistola en el centro del corazón. O Emilio Salgari, el gran novelista de piratas que, sumido en las deudas y pobreza a pesar de su enorme éxito pues sus editores siempre lo explotaron, se despidió “rompiendo su pluma” y clavando un puñal en su vientre con el rito japonés del Hara-kiri (Seppuku). Séneca, Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Alfonsina Storni, John Kennedy Toole, Osamu Dazai, Manuel Acuña, Yasunari Kawabata, Horacio Quiroga y un interminable etcétera engrosan la lista de aquellos hombres y mujeres de letras que eligieron subir por su propia voluntad a la barca de Caronte rumbo al Hades y huir de esta terrible y hermosa vida.
Descansen en paz, todos ellos.
Gracias por este texto tan interesante. Entiendo que acabar con la vida por mano propia no siempre es un acto de la voluntad, es decir, existen trastornos emocionales provocan acciones de las personas enfermas que son incomprensibles para ellos mismos en sus momentos de lucidez. El dolor que producen es tan profundo que no encuentran alternativas. El dolor para quienes los vemos irse así se instala muy adentro y para siempre.
“Desamores” Poemas para suicidas practicantes.
Kalman Verebelyi
El título llamó mi atención y cuando leí su sinopsis me quedé con algunas frases que ahora refiero.
“Acaso el amor no es un suicidio? Nos entregamos a él y luego cuando acaba, no muere algo en nosotros.
Son pocos los que tienen la suerte de enamorarse una sola vez en la vida y acompañarse hasta la muerte.”
Acaso no todos hemos sido practicantes suicidas.
Gracias Benito leerte siempre es placentero y estimulante.