En resumidas cuentas el mundo no es más
que el producto de una acalorada discusión
acerca de los límites de la lingüística
Salvador Elizondo
Lo mío con Farabeuf, el artefacto literario de Salvador Elizondo, llegó a ser una especie de obsesión. Transcurría el segundo lustro de la última década del siglo pasado cuando llegó a mis manos este “libro indefinible”. No lo leí, lo devoré, me lo comí, me lo bebí, dormí a su lado y de tanto subrayarlo fue quedándose poco a poco sin espacio para subrayar. Posteriormente hallé, en el stand de la UNAM en la FIL de aquellos años, un CD color azul violeta donde el mismo Elizondo lo leía, con esa voz gangosa, cansona, nerviosa y pagada de sí misma. Ese CD, estoy seguro, fue lo que terminó de romper con mi matrimonio ya que lo ponía todos los domingos al mayor volumen posible mientras lavaba mi Chrysler Winsor 1960 con llantas de cara blanca y transmisión de botones al tablero y no lo quitaba hasta terminarse. ¡Cómo disfrutaba aquellas tardes¡ Pero vayamos por partes.
Salvador Elizondo Alcalde nació en la CDMX un 19 de diciembre de 1932, hijo del cineasta del mismo nombre con segundo apellido Pani, su influencia tuvo alcances mayores a los habituales y generó en el futuro escritor una mirada crítica y una apreciación sutil de la belleza desde sus más mínimas expresiones. Estudió en la UNAM y en las universidades de Perugia, Otawa, París y Cambridge. Estudió chino, artes plásticas, cine, fotografía, filosofía y todo lo que le llamara la atención. Su lucidez rebasó a su tiempo y a su generación, sin duda. Se casó con Michelle Alban con quien tuvo a sus dos hijas, Mariana y Pía y en segundas nupcias con la fotógrafa Paulina Lavista, quien fue la encargada de editar post mortem sus diarios y publicarlos. Elizondo vivió sus primeros años en Alemania antes del estallido de la segunda guerra mundial y luego estuvo tres años en California, donde estudió en la escuela para jóvenes “Elsinore”, que más tarde sería motivo y título de uno de sus libros más aplaudidos por la crítica.
Quiso ser pintor, pero cuenta por su propia voz que un día vió en la National Gallery de Londres el cuadro “La batalla de San Romano” del artista italiano de mediados del siglo XV, Paolo Uccello y tras observar su manejo de la perspectiva se dio cuenta que jamás podría acercarse a algo así, por lo que colgó los pinceles, las paletas y los lienzos para dedicarse a la escritura, afortunadamente para nosotros. Este hecho aparentemente periférico en su vida, es fundamental. Él nunca quiso habitar la medianía, lo prescindible. Lo que sí lo acompañó lateralmente en su vida fue la fotografía, sobre la que alguna vez dijo que era una forma estática de la inmortalidad.
El libro Farabeuf o la crónica de un instante que fue el título completo con que salió a la luz en 1965 y que de inmediato se volvió un clásico, un libro de culto para algunos iniciados, un libro interminable como el placer y el dolor en un instante, es esa semilla que adopta el pasado como recuerdo y futuro como porvenir, donde todo es presente, donde todo esta pasando, ese instante revelado como un orgasmo que se abre como una flor al infinito. Al sujeto que vemos en la fotografía sometido a la tortura o muerte de los mil cortes, Ling Chi o Leng T’ché se le ha dado previamente opio en grandes cantidades, por lo que es confuso saber si el dolor es leído como tal o si hay un placer que acompaña la llegada de la muerte pues la mirada del sujeto de la tortura no podría ser mas confusa, parece incluso acompañada de cierto misticismo. Los cortes inicialmente se hacían en zonas que no comprometían la vida, por donde no corren arterias vitales. También se le cortaba la lengua, las orejas y los párpados por lo que no podía dejar de ver, pero sus gritos eran apenas maullidos ininteligibles. Es hasta el final que se cercena un órgano vital. Este era un castigo usado en la china antigua para aquellos que eran hallados culpables de hablar mal de su amo o del emperador. La historia de Farabeuf nace justamente cuando Salvador Elizondo ve esta foto del Ling Chi o la muerte de los mil cortes en un libro de Georges Bataille, sus ojos quedaron perplejos y la imagen no se le pudo salir jamás del cuerpo, como él mismo dijo. Ideó entonces la historia.
El Dr. Louis Hubert Farabeuf fue un médico cirujano y anatomista que vivió a fines del siglo XIX en Francia y es recordado principalmente por sus tratados de procedimientos quirúrgicos para amputaciones y su nombre es una referencia obligada en el campo de la cirugía. Hay algunos bisturís incluso que llevan su nombre.
Leer Farabeuf es como entrar en una sesión de hipnosis ericksoniana, es una obra compleja y no lineal. Sus descripciones acusan un amplio conocimiento del lenguaje y sus elipsis lingüisticas recuerdan la novela “Trilogía” del reciente Nobel de literatura, Jon Fosse. En la “novela” se describe un momento, sólo un instante en la vida del Dr. Farabeuf que llega, en una tarde lluviosa luego de haberse detenido en el Carrefour por una copa de Calvadós para vencer el frío, a una misteriosa casa donde lo espera una monja que funge como enfermera, una mujer desnuda sobre una pequeña cama quirúrgica y alguien que lo observa todo. El Doctor llevará a cabo la muerte de los mil cortes sobre ella, que ha aceptado estar ahí por amor y por placer. La estructura, como el cuerpo de la víctima, es fragmentada.
Hay algunos elementos repetitivos en la trama que fueron obsesiones del escritor durante toda su vida, como el I ching, ese sistema adivinatorio chino consistente en arrojar tres pequeñas monedas metálicas para consultar al grueso libro que dará su respuesta como lo hacían las pitonisas en el oráculo de Delfos. Una estrella de mar. El vouyerismo pues el sujeto que mira la escena parece disfrutarla enormemente. La pregunta ¿Recuerdas? Que es el mantra que rula el bucle helicoidal de la novela y se repite todo el tiempo lo que nos hace pensar que los que cuentan la historia se hallan en el futuro, jugando así Elizondo con los tiempos y la polifonía de los narradores.
Sus héroes literarios fueron Paul Valéry de quien recibió una gran influencia, así como George Bataille y Mallarmé principalmente, a quienes tradujo del francés, idioma que dominaba al igual que el alemán que fue como su lengua materna, el italiano, el inglés y el chino en su escritura de caracteres logográficos conocidos como hánzi. En 1965 recibió, justo por la obra motivo de este texto, el premio Xavier Villaurrutia que se conoce como “de escritores para escritores” por votación unánime.
Elizondo no fue, no es ni podrá ser un escritor de masas, no llenó jamás como Sabines el Palacio de Bellas Artes, su obra es más como para iniciados, para pensamientos complejos, alejados de las reglas de los tiempos y la estructura gramatical. Pocos saben que estuvo internado en un hospital psiquiátrico algún tiempo y fue sometido a electroshocks. Su libro favorito siempre fue el “Finnegans Wake” de James Joyce, una novela onírica simplemente intraducible ya que son juegos de palabras y galimatías sajones que, en palabras de su autor, tendría entretenidos a los críticos por 200 años. Sus diarios abarcan 30,000 cuartillas a lo largo de más de 50 años, probablemente no haya un escritor comparable a él en cuanto al registro de su andar diario por la vida.
Farabeuf es un universo individual construido a razón de las palabras precisas para extraviarte entre la sangre durante un instante, al fin y al cabo nadie podrá negar ni afirmar que el instante de la muerte sea el orgasmo más pleno de la vida. ¿Tú has soñado con estrellas de mar alguna vez? ¿Has visto florecer un jardincito abandonado después de la lluvia? ¿Has escuchado el tintineo de 3 monedas metálicas? ¿Recuerdas?
Gracias a tu descripción y la pasión que le pones a tu artículo, se antoja leer a Salvador Elizondo aunque cueste trabajo.
Gracias!
Leí que el libro de Salvador Elizondo A., es un ejercicio infinito en el que el autor describe una y otra vez la misma escena, que es de difícil lectura, reservado para una élite de la que tú Benito, formas parte.
Cómo siempre la lectura de tu aportación atrapa y la de esta semana además seduce.