Continuando con el poder de la literatura y el efecto de unas poquísimas líneas, te comparto este cuento cortísimo de Julio Cortazar, titulado “Continuidad de los parques”, no es tan corto como un tuit, pero es súper breve y es una joya, pues en pocas líneas el argentino logra desdibujar los límites entre el lector y el personaje; jugar con la idea de que la ficción puede invadir la realidad y regalarnos un giro final que te deja pensando: ¿qué acaba de pasar aquí?
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos.
Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Y de complemento, uno muy muy corto, pero muy famoso:
"Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí." – de Augusto Monterroso.
Saludos,
“Las palabras nunca alcanzan cuando lo qué hay que decir desborda el alma”.
Julio Cortázar.
Leí que años atrás se presentó una edición de lujo de “Rayuela” y a M. Vargas Llosa se le pregunto, es esta la mejor obra de Cortázar? a lo que respondió, el es un cuentista excepcional, con pocos equivalentes, en el futuro así será recordado.
El Perseguidor, Torito o Continuidad de los Parques, son buenos ejemplos que respaldan el dicho de Vargas Llosa.
He de comentarte que guardaré del cuento que transcribes la frase “Los perros no debían ladrar y no ladraron”.
Saludos.