“The long and winding road
That leads to your door
Will never disappear
I've seen that road before
It always leads me here
Lead me to your door”
Esta ha sido y será siempre mi canción favorita de los Beatles, “El largo y sinuoso camino”, más allá de su música que me parece de una inspiración absoluta, la letra siempre me ha pegado hondo. Yo tenía una novia hace muchísimos años que vivía, literal, en la última casa del otrora fraccionamiento de San Isidro. Había que subir una de las montañas laterales que encierran en su centro un hermoso campo de golf y por un largo y sinuoso camino empedrado llegaba al fin al premio de su puerta, de su casa y de ella.
Pero no es de música de lo que quiero escribir, ni de amores viejos si es que puede existir esa combinación de palabras que más bien parece una dicotomía o un oxímoron. De lo que quiero hablar es de la fe, esa virtud que pareciera más bien un regalo de Dios para algunos y que les permite transitar el aguacero de las dudas con un impermeable hasta los zapatos. Yo no he sido bendecido con ella, yo regreso a casa mojado hasta los codos. A mí, la poca fe que he conseguido tener por momentos me ha costado mucho y a últimas se me cuela por entre los dedos como si tratara de retener entre mis manos un hielo a la intemperie en plena canícula de verano. Pero vayamos por partes.
Mi padre fue siempre un hombre de fe. Me gustaría comenzar con eso. Mi madre lo sigue siendo. Cuando voy a su casa en Guadalajara, muchas veces regreso de noche cuando ella ya duerme y escucho voces en su cuarto. La primera vez que esto pasó me pareció muy extraño, así que entré de puntillas para no desarmar el momento (cualquiera que este fuera y estaba preparado para todo), pero me llevé la sorpresa que, desde que mi padre falleció hace 5 años, duerme con un pequeño aparato como en forma de papa que lee el rosario en voz alta. Comparto lo anterior como antecedente del hogar donde nací y crecí y también donde fui tan feliz.
Mi primera “intuición” fuerte de fe, fue cuando en 5to de primaria fueron a hablarnos en el colegio sobre los hombres y mujeres que consagraban su vida a Dios y a ayudar a los demás. Fue un antes y un después sin duda para mí esa plática que me conmovió a tal punto, que decidí inscribirme en un seminario cuya finalidad era descubrir si teníamos o no el llamado de Cristo para seguirlo. Fue con los Misioneros del Espíritu Santo, a quienes recuerdo con mucho cariño. No estoy seguro de cuantos días fueron. Debieron haber sido unas dos o tres semanas y finalmente decidí que aquello no era para mí. Estaba muy chico en aquel entonces sin duda, pero algo tuvo que haber ayudado a tomar aquella decisión la hermana de un compañero quien me gustaba un montón y a quien jamás tuve el valor de hablarle siquiera.
Pasaron los años y en mi adolescencia la distancia con las prácticas religiosas fue creciendo. Dejé de ir a misa los domingos y de orar antes de dormir. La figura del Dios con el que crecí se iba desvaneciendo poco a poco, como aquellas fotografías antiguas que comienzan a amoratarse en los viejos álbumes familiares. Supe que sería Papá a los 19 años. Apenas nació mi hijo lo bauticé en la fe católica. Más que un convencimiento pleno interior, creo que eran rituales a los que mi familia y la misma sociedad me acompañaban. Pero aquella fe que tuve de niño alguna vez, la he sentido muy, muy pocas veces ya en mi vida adulta. Como dije antes, mi Padre sí que la tuvo y por sobre todas las cosas hablaba siempre de un libro que lo sostenía, que le había cambiado la vida y al cual acudió siempre: “Las Confesiones” de San Agustín.
Aurelio Agustín de Hipona, nació en el año 354 en esta ciudad del norte de África, en lo que hoy sería Argelia. Fue hijo de un pagano y de Santa Mónica, quien sin duda alguna tuvo mucho que ver en su conversión, pues la vida de San Agustín penduleó entre el maniqueísmo, el agnosticismo, el libertinaje y finalmente la fe cristiana. En su juventud, Agustín vivía rodeado de los excesos más profundos del alcohol, las mujeres y las diversiones más banales, pero a sus 32 años entró en una profunda crisis existencial que lo llevó a convertirse y a ser bautizado por San Ambrosio antes de regresar a África donde fundó una comunidad evangelizadora. Las homilías de San Ambrosio tuvieron un profundo impacto en su incipiente fe y llevaría sus metáforas y parábolas durante toda su vida. Fue nombrado Obispo de la ciudad de Hipona, cargo que desempeñó hasta su muerte.
Durante sus años de converso escribió el libro que siempre tenía mi padre entre sus cosas, en una edición de Aguilar, de esas que tienen la pasta en piel oscura y por dentro sus hojas de papel arroz. Ese libro lo tengo yo ahora, así como el recuerdo de mi padre hojeándolo constantemente y hablando de él cada que se ponía en duda la existencia de Dios, de la fe o la lejanía de ella y hoy quiero traerlo aquí, escribir sobre él e intentar entenderlo más y mejor.
Esta es una obra plenamente autobiográfica como en su nombre se intuye y fue escrita entre los años 397 y 400. Se divide en 13 capítulos que abarcan desde su infancia hasta su vida adulta ya converso y dirigiendo el obispado de Hipona. Al inicio del libro, Agustín reconoce sus pecados, su alejamiento de Dios, los hurtos inocuos que cometió y la lujuria que meció sus sueños por años. Habla sobre su búsqueda de la verdad a través de la filosofía, la retórica, el hedonismo, el maniqueísmo y todo aquello que no satisfacía sus interrogantes más profundas y que lo atormentaban ferozmente durante las noches. Habla sobre su madre, la envidia que le provocaba su fe y con ella su profunda creencia de una vida que no terminaría nunca.
En uno de los clímax del libro, Agustín comenta que escuchó la voz de un niño que le da una biblia, le pide leerla y al abrirla al azar encuentra un pasaje que le toca el corazón y lo impulsa a abrazar la fe cristiana, este pasaje fue la epístola de San Pablo. Los últimos libros de las confesiones abordan temas como el tiempo, la memoria, la creación y Dios.
Trato de entender las fibras en el corazón de mi Padre que este libro tocaba. Sin duda una vida que osciló entre los placeres mundanos y la más ferviente conversión debieron ayudar. Uno siempre se identificará más con alguien que luchó por su fe, que tuvo el coraje de sostener la duda como decía Kierkegaard. Si esto es cierto o mejor dicho, si esto opera en mí de alguna manera, he sido un hombre de fe, pues he dudado tantísimos años que ya no sé como cambiar esto, sólo sé que a veces quisiera tener la certeza de que más allá de esta vida que a veces se padece tanto, existe un lugar o un estado de ánimo que nos consuele infinita y eternamente.
Tanta fue la influencia de San Agustín a través de mi padre, que un 09 de abril de 1996 luego de una profunda crisis existencial, me hice un pequeño tatuaje que no es sino la representación gráfica de un pensamiento suyo: “Dios mío, mi corazón inquieto nació de Ti y no descansará hasta volver a Ti”. Es un círculo sin cerrar, con una pequeña flecha apuntando hacia el cierre del mismo, o de la vida, con una cruz en medio, como recordándome lo que debo tener al centro de mis pensamientos.
Salgo a caminar un poco. Una ligera llovizna humedece las calles de la ciudad. El sol aún no se oculta. En una compleja paradoja, un tenue arcoiris parece nacer de un robusto edificio de concreto. “Creo en Dios. Pero me gustaría que fuera diferente”, dijo Ionescu alguna vez y esa frase la tengo escrita en un cuadro en mi estudio. ¿Para qué tanto misterio, tan pocas pruebas, tanto misticismo? Si Dios existe, cuando yo muera, tendrá que responderme algunas preguntas.
Certezas prestadas (una reseña con lluvia ligera)
Leí el texto de Benito como quien se sienta a escuchar con una copa de vino frente a alguien que sí tiene algo que contar.
Y eso ya es un regalo: escuchar sin prisa, sin necesidad de interrumpir.
Me recordó mis propios brotes adolescentes de fe: chiquitos, tímidos, en parte sembrados en México, en una familia católica, con amigos católicos, en una prepa jesuita, en un tiempo donde todavía me daba gusto dejarme caer, confiar y creer en algo.
El texto no ofrece respuestas —y eso lo hace más honesto.
Benito camina por la duda como quien sabe que no va a llegar seco a casa, pero igual sale sin paraguas.
Y en medio del camino, un símbolo:
un círculo abierto,
una flecha que vuelve,
y una cruz en el centro.
Un tatuaje, sí, pero también una brújula.
“Como recordándome lo que debo tener al centro de mis pensamientos”, escribe.
Y yo, que no tengo ninguna certeza firme, lo leí como quien acepta con gratitud una prestada —aunque solo sea por un rato.
Tal vez la vida sea eso:
juntar preguntas
y soltar las respuestas que ya no sirven.
Gracias a quienes —con fe, sin fe, o con una fe temblorosa— siguen caminando a mi lado.